Sindoor Jatra: el año nuevo Nepalí
- John Cuesta

- 5 oct
- 16 Min. de lectura
Cuando el vértigo se convierte en plegaria
Fotografía y texto por: John Cuesta – fotógrafo
Cuando el aire se enciende

Rumor de amanecer
El amanecer en Thimi me recibió con un rumor de tambores y un aire saturado de expectación. Las calles, aún húmedas, parecían respirar conmigo y con la multitud que empezaba a agruparse, como si la ciudad despertara bajo el pulso de los dioses. Sentí a la ciudad como un cuerpo único: latía, sudaba, gritaba, respiraba. Todo era inminencia.
El Sindoor Jatra —rito de fuego, sindoor y memoria— marcaba el inicio del año nuevo nepalí. No lo viví como un simple festival, sino como una tensión permanente entre lo humano y lo divino, entre el vértigo de la masa y la intimidad de la plegaria.
En los callejones, mujeres y hombres cruzaban con guirnaldas de flores, colgándolas en los dinteles de las puertas como si ofrecieran belleza al día que nacía. Los umbrales, cargados de símbolos y polvo anaranjado, se volvían escenarios donde generaciones enteras se miraban unas a otras: la vejez custodiaba el tiempo mientras la juventud se preparaba para arrojarse al vértigo.
Un anciano aguardaba en el umbral, con la mirada nublada y el movimiento lento: testigo silencioso de los años en que el rito se repite con la misma cadencia. A pocos pasos, una mujer joven en sari rojo contemplaba desde la penumbra el torbellino que aún no estallaba. La quietud de ambos contrastaba con el murmullo creciente de la ciudad.
No eran los únicos. También encontré a tres ancianas juntas, sentadas bajo la luz rasante, observando cómo los jóvenes tomaban la calle. No necesitaban correr ni tocar tambores: en sus rostros estaba inscrito el tiempo, la paciencia y la memoria que sostienen la continuidad del rito. Cada arruga parecía un eco del festival, repetido y preservado.
En esa primera hora entendí que el Sindoor Jatra no empezaba con la nube de polvo, sino con los ojos que esperan, los cuerpos que se preparan y la ciudad que despierta con todos sus contrastes.
Las guardianas del inicio

El anciano del umbral

Entre la sombra y la promesa

El tiempo en el rostro del polvo

La guardiana del umbral rojo

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Según Gérard Toffin (CNRS, Francia), el Sindoor Jatra está ligado a la fertilidad, la renovación del tiempo y la relación de la comunidad con los dioses Bhairab. El polvo naranja simboliza la energía vital del cosmos, tanto protectora como peligrosa, en su doble vínculo con lo sagrado.
La ciudad en llamas de Sindoor
De pronto, el aire se partió en dos. Un puñado de polvo naranja voló hacia el cielo y, como si el sol se hubiera deshecho en partículas, descendió sobre nosotros en forma de lluvia abrasadora. En segundos, la calle se convirtió en un resplandor incandescente. Sentí el Sindoor pegarse a la piel, a la ropa, a la cámara: era un fuego que no quemaba pero lo invadía todo.
Avanzar en medio de aquella nube era entrar en un espacio sin fronteras: los cuerpos se confundían, los rostros se borraban, la ciudad misma se volvía humo. En ese torbellino encontré una niña cubierta entera de naranja. No parpadeaba, me miraba fijo, como si la tormenta para ella fuese juego y para mí bautizo. Su serenidad me recordó que lo sagrado también podía nacer de la inocencia.
Un instante después, el polvo golpeó con fuerza. Vi a un niño con camiseta roja apretar los ojos y resistir el impacto de la nube. Su gesto oscilaba entre dolor y risa contenida. Me impresionó pensar que la globalización podía estamparse en medio de un rito ancestral: un uniforme europeo teñido por un polvo que venía de siglos atrás.
En medio del caos, la multitud se movía como un río desbordado. Un padre, cubierto de Sindoor, sostenía a su hijo pequeño contra el pecho. Lo acunaba como quien protege una llama frágil del viento. Ese instante de ternura, más poderoso que el estruendo de los tambores, era un recordatorio de que el festival también se escribe en los gestos íntimos.
Pero no todos se contenían. Algunos cuerpos se entregaban al trance absoluto, como si el color los fundiera con lo divino. Vi a un hombre retorcerse con los ojos cerrados, sostenido por otros para no desplomarse. Otro arqueó el cuerpo hacia atrás y gritó con una exhalación brutal. No era solo su voz: era la ciudad entera gritando, como si el polvo hubiera tomado carne y aliento.
La niña naranja

El golpe de la nube

El refugio en medio del vértigo

La bendición del polvo sagrado

El cuerpo entregado al polvo

El grito del polvo

Según Gérard Toffin (CNRS, Francia), el sindoor simboliza la energía vital y la fuerza cósmica, un color asociado a la fertilidad y a la violencia de lo sagrado. En el Sindoor Jatra, su uso no es decorativo: es una forma de absorber el poder de los dioses locales (Bhairab) y de renovar la relación entre la comunidad y el cosmos.
La música como vértigo
Tras el estallido del polvo comprendí que el festival tenía un motor oculto: la música. No era un fondo sonoro, era la columna vertebral que mantenía en pie a Thimi. Cada tambor golpeaba mi pecho como un segundo corazón, los platillos rasgaban la neblina anaranjada como relámpagos, y los clarines se estiraban en el aire como llamados de otro tiempo. Avanzar por las calles era atravesar una garganta sonora: el polvo vibraba, los cuerpos se ajustaban al compás, y la ciudad entera parecía haber entregado sus latidos a un mismo pulso colectivo.
En medio de ese estruendo encontré escenas que me clavaron la mirada. Jóvenes mujeres tocaban platillos con una firmeza que no admitía dudas: su gesto era dirección y desafío a la vez. Vi muchachos que golpeaban tambores enormes como si quisieran probar que su fuerza bastaba para sostener el pueblo. Sus golpes tenían la urgencia de quienes toman el relevo y la calma tosca de quien ha ensayado por meses.
También observé los extremos: el desborde y la contención. Al lado de quienes se lanzaban al vértigo, un portador apoyaba la mejilla contra la madera del khat, cerraba los ojos y, por un instante, se retiraba del ruido. Ese recogimiento tan íntimo parecía contradictorio con la euforia exterior, pero me recordó que el rito no es solo estruendo: también es plegaria contenida, disciplina corporal y entrega silenciosa.
La música alcanzó su clímax cuando todo se ensambló: tambores, platillos, clarines, voces y pasos se volvieron una sola ola sonora que empujó la marea humana hacia donde los khats empezarían a competir. Fue ahí, en esa tensión perfectamente afinada, donde comprendí que el sonido no era preludio accidental, sino condición: sin él, la carrera de los palanquines, el empuje de los hombros y la disposición al riesgo colectivo no habrían sido posibles.
Al cerrar el capítulo sonoro, tuve la sensación, que la música había inscrito el rito en el cuerpo de la ciudad y había preparado el terreno para el siguiente acto —la irrupción de la madera, el pulso compartido y el peso de lo sagrado.
El pulso de ellas

El golpe del relevo

El trance del músico

La llama en el rostro

Sombrillas hacia los dioses

El recogimiento del portador

Según Gérard Toffin (CNRS, Francia), la música en los rituales newar cumple una función de inducción rítmica del trance: la repetición sonora prolongada genera estados liminales. En el Sindoor Jatra, los instrumentos no acompañan: son el medio por el cual lo humano y lo divino entran en resonancia.
El pulso compartido
Tras el estruendo de la música, la ciudad entró en un pulso distinto: el de la madera y los hombros. Era como si todo lo que había sonado en los tambores se trasladara ahora a los cuerpos, que se tensaban para cargar los khats. La música había abierto el camino, pero era el esfuerzo humano el que sostenía el vértigo.
Vi a los portadores reunirse en torno a los palanquines engalanados con caléndulas. Sus manos se enlazaban a los maderos como quien se aferra a una cuerda de salvación. Cada hombro se hundía en la madera con la terquedad de quien sabe que allí, en ese peso compartido, se juega la continuidad del pueblo.
No era un gesto solitario: eran decenas de brazos, respiraciones y torsos fundidos en un solo cuerpo. El khat avanzaba como un animal de múltiples cabezas, tambaleante y frenético. Los cargadores giraban en esquinas imposibles, chocaban contra columnas, se rozaban unos con otros en una danza que oscilaba entre el descontrol y la precisión.
A veces, la tensión encontraba respiro en gestos mínimos: unas manos vendadas que sostenían la madera con dolor mudo; un rostro que cerraba los ojos para contener el peso como si cargara un dios interior. Otras veces, la multitud convertía el acto en un clamor: hombres alzando penachos, levantando las voces, reforzando la idea de que no se trataba solo de mover madera, sino de arrastrar lo divino por las venas de la ciudad.
El vértigo alcanzó su clímax cuando los khats comenzaron a correr. El aire se volvió filo: cuerpos que empujaban, gritos que empalmaban con los tambores aún resonantes, esquinas que parecían abismos. Cada choque de palanquines contra muros o contra otros khats era recibido como un trueno, un recordatorio de que el riesgo también forma parte del rito.
Y en medio de esa violencia sagrada, comprendí que no había diferencia entre sostener la madera y sostener la fe. Los cargadores no eran individuos aislados: eran la columna vertebral de la ciudad, un cuerpo colectivo que se jugaba la memoria en cada carrera.
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Ofrenda y la acción sagrada

El pacto de las manos

El contacto físico y la tensión

La entrega corporal como acto de fe

La deidad sostenida

Hermandad bajo el naranja

El respiro entre sombras

La sonrisa detrás del polvo

Según Anne Vergati (CNRS, Francia), los khats representan a las deidades tutelares de cada barrio de Thimi. Sus choques no son accidentes: simbolizan encuentros rituales de poder, fecundidad y rivalidad entre comunidades. En esas colisiones, el pueblo renueva tanto su relación con lo divino como sus tensiones sociales internas.
El clímax encendido
La calle dejó de ser calle: fue un organismo que respiraba con nosotros. El aire, espesado por el Sindoor, parecía un tejido vivo que se estiraba y contraía sobre los balcones, las cuerdas, los mástiles. La multitud se compactó en una misma exhalación, marcando una respiración compartida que hacía tambalear el mundo.
En esa densidad, las imágenes surgían como fogonazos: un brazo alzado que cortaba la bruma; un coro de tambores que hacía vibrar los marcos de madera; un penacho que no terminaba de caer, como si flotara en la luz. El polvo no cubría: consagraba. Convertía los cuerpos en brasas.
El aire se encendió en un instante: nubes de Sindoor subieron como llamaradas y regresaron en lluvia tibia. Cada partícula traía el rumor de algo viejo y, sin embargo, nuevo —el año que volvía a comenzar como un borde encendido. Respirarlo era sentir el calor de la tradición en partículas.
Y, de pronto, una grieta luminosa dentro del hervor: una sonrisa. Entre la presión de los hombros y la marejada de voces, un rostro se abrió paso con una alegría serena, como si aceptara el caos y lo volviera hospitalario. El clímax también es eso: una tregua íntima en medio del estruendo.
La luz y el color conspiraron en ciertos ángulos: velos púrpura cruzando la nube naranja, sombras que parecían flotar, balcones convertidos en cornisas de humo. Hubo un momento en que la calle fue, al mismo tiempo, escena y altar: la memoria colectiva y la mirada se encontraron en la misma superficie de polvo.
En el centro, como un corazón que no dejaba de latir, avanzaba el palanquín. Lo rodeaban brazos que empujaban, manos que sujetaban, torsos que resistían. Empujar y proteger eran la misma fe: abrirle camino al dios y, a la vez, cuidarlo del propio arrebato.
La energía no cedía: platillos, tambores y voces multiplicaban su insistencia, y el aire devolvía la vibración como si fuera una membrana. No hubo caída: hubo una meseta incandescente donde todo Thimi se ofreció como cuerpo ritual. Desde ahí, el día se inclinó hacia el gesto que cerraría el ciclo y lo volvería a inaugurar.
Cuando el aire se enciende

Velos púrpura

El corazón del tumulto

La sonrisa del ritual

El estruendo compartido

Sobre hombros de tradición

Según Gérard Toffin (CNRS, Francia), los episodios de máxima densidad en el Sindoor Jatra funcionan como paroxismos rituales o “espacios liminales colectivos”, donde la acumulación de polvo, música y movimiento borra la frontera entre individuo y multitud y rehace el orden social en clave simbólica.
El ciclo que se renueva
Cuando el polvo parecía haberse asentado, la multitud se dirigió hacia la plaza central. Allí esperaba un tronco monumental: el poste ceremonial que cada año marca la clausura y el renacer. Su presencia imponía un silencio raro, como si la ciudad, de pronto, necesitara recuperar el aliento para enfrentar la última prueba.
Decenas de hombres rodearon el tronco, lo ataron con sogas, lo empujaron desde varios ángulos. El esfuerzo era coral: hombros, gritos y manos se sincronizaban para levantarlo, como si la comunidad entera sostuviera el tiempo con los brazos. Durante unos segundos pareció temblar en el aire, suspendido entre cielo y tierra, hasta que cayó con estrépito. Ese golpe seco fue un relámpago en la respiración compartida: un ciclo había muerto, y otro se inauguraba.
No hubo solemnidad fría, sino un júbilo contenido que se desbordó en segundos. La caída del poste no solo cerraba el rito: era la constatación de que la vida continuaba, de que los dioses aceptaban la entrega. La multitud se abrazó al polvo aún flotante, a la música todavía palpitante. Thimi volvía a ser ciudad después de haber sido templo.
En ese instante pensé en Colombia, en las fiestas del Tolima. Allá también la multitud transforma la calle en escenario; santos y comparsas son pretexto para que el pueblo grite que la vida no se mide en calendarios, sino en momentos intensos y compartidos. Pero mientras en Colombia, lo festivo abraza lo religioso y a veces lo desborda, convirtiendo la calle en escenario, aquí en Thimi sentí que lo sagrado estructura el juego colectivo. Sin embargo, ambos territorios coinciden en lo esencial: la comunidad suspende el tiempo ordinario para habitar un tiempo extraordinario.
Cuando creí que todo había terminado, apareció un grupo de fotógrafos locales. Cubiertos de sindoor como yo, me ofrecieron cerveza y risas. No importaba que fuéramos extraños: la hermandad había nacido en el fuego compartido del festival. Entendí entonces que la fuerza de una crónica no radica solo en los dioses ni en el rito, sino en esas fraternidades improvisadas que nos recuerdan que también los humanos sabemos renovarnos.
El peso compartido

La carga de los jóvenes

El tronco que espera

La sombra del poste

Según Gérard Toffin (CNRS, Francia), la caída del poste ceremonial simboliza la destrucción del tiempo viejo y el renacimiento del ciclo nuevo. El gesto colectivo de erguir el poste y derribarlo refleja el vínculo entre la comunidad y el cosmos: un recordatorio de que el tiempo humano solo tiene sentido en relación con los dioses y con el tejido social que los invoca.
Galería Sindoor Jatra
Glosario Sindoor Jatra
Thimi
Ciudad del valle de Katmandú (Nepal), célebre por el festival Sindoor Jatra y por la alfarería tradicional de la comunidad Newar.
(Fuente: Nepal Tourism Board, “Thimi: The City of Potters”, 2022)
Umbral
Parte inferior de una puerta de entrada, usada metafóricamente como lugar de espera y observación.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 23.ª ed., 2023)
Sari
Vestido tradicional femenino del sur de Asia, consistente en una tela de varios metros que se envuelve alrededor del cuerpo.
(Fuente: Encyclopedia of Indian Textiles and Dress, Cambridge University Press, 2014)
Inminencia
Cualidad de estar algo a punto de suceder; inmediatez de un acontecimiento.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Tilaka
Marca ritual en la frente, hecha con polvos o pigmentos, que indica devoción religiosa en contextos hindúes y budistas.
(Fuente: Gavin Flood, The Hindu World, Routledge, 2003)
Bhairab (Bhairava)
Deidad hindú vinculada a Shiva, asociada con la destrucción, el tiempo y la protección. Figura central en rituales Newar como el Sindoor Jatra.
(Fuente: Gérard Toffin, Newar Society: City, Village and Periphery, CNRS, 2007)
Trance
Estado de alteración de la conciencia inducido en contextos rituales por música, danza o estímulos colectivos.
(Fuente: Erika Bourguignon, Religion, Altered States of Consciousness, and Social Change, Ohio State University Press, 1973)
Clímax
Momento culminante o de máxima intensidad de un proceso, en la crónica: el punto más alto de la euforia colectiva.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Khat (o khat, palanquín ritual)
Andamios o palanquín de madera tallada donde se llevan imágenes de deidades durante el festival. Cada barrio de Thimi posee uno.
(Fuente: Gérard Toffin, CNRS, 2007)
Newar
Etnia indígena del valle de Katmandú, caracterizada por la fusión de hinduismo y budismo y por una rica tradición urbana y ritual.
(Fuente: Siegfried Lienhard, Songs of Nepal: An Anthology of Newar Folksongs and Hymns, Harvard Oriental Series, 1984)
Liminales (estados liminales)
Fase de transición en los ritos de paso donde los participantes se hallan “entre y entre”, ni en el estado anterior ni en el nuevo.
(Fuente: Victor Turner, The Ritual Process: Structure and Anti-Structure, Aldine, 1969)
Palanquines
Andamios ceremoniales utilizadas para transportar imágenes religiosas, especialmente en procesiones.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Deidad
Ser supremo o divinidad adorada en un contexto religioso.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Fogonazo
Resplandor súbito e intenso, metáfora del impacto visual del polvo y la música en la fiesta.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Bruma
Niebla ligera que difumina la visión; en la crónica, describe la densidad del polvo de sindoor en el aire.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Penacho
Adorno de plumas, hilos o crines que sobresale en lo alto de un objeto ritual, como el chaamar.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Paroxismo
Exaltación extrema de las pasiones o emociones; usado para referirse al punto más alto de la euforia ritual.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
Erguirlo
Levantar o poner derecho lo que estaba inclinado. En el festival, alude al acto de alzar el poste ceremonial o los khats.
(Fuente: Diccionario de la Lengua Española, RAE, 2023)
















































































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